Por ANULFO MATEO PÉREZ
Doña Berenice Mendieta era muy respetada por todos en el pueblo.
Mujer hacendosa, había guardado su viudez de forma impoluta durante diez
largos años.
Su amado esposo, Mario Canalda, había sido acribillado a balazos
saliendo de la logia masónica. Seis meses antes, desoyó el llamado del
Servicio Militar Obligatorio y al salir de la cárcel se le fue la lengua
criticando al dictador.
La viuda sufría, además, por otro hecho que le taladraba el alma. Su
único hijo se sintió asediado por agentes del SIM, justo nueve días
después de dar cristiana sepultura a Mario. Luego, su vástago
desapareció sin dejar rastro.
Pese a que era admirada en su infortunio, sus vecinos y amigos,
aterrados por los hechos, hicieron mundo aparte, mirándola de reojo.
Doña Berenice sobrevivía a su pobreza porque hacía los mejores dulces
del pueblo y los vendía a quienes, venciendo el temor, los solicitaban
en la puerta de su casa.
Los domingos en la mañana rompía la rutina, ataviada con su largo
vestido negro y, del mismo color, el infaltable velo que cubría su
rostro, para escuchar la misa en un banco de la iglesia, que nadie más
ocupaba.
Una noche, la vecina Flor atisbó que un hombre entraba sigilosamente a
la casa de doña Berenice. Y a través de la ventana encortinada con
visillo veía dos cuerpos en la penumbra que se confundían en un abrazo… y
apagaban la luz.
Desde entonces, fue objeto de las más denigrantes y morbosas
murmuraciones; las señoronas más recatadas, para mostrar su desprecio,
escupían cuando se encontraban con ella camino a la iglesia.
Con estoicismo, doña Berenice resistía en silencio el vituperio de la
crítica. Prefería la propagación del rumor calificándola de viuda
alegre, que poner en riesgo la vida de su único hijo.
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