No
basta leer “El Príncipe” de Nicolás Maquiavelo o escudriñar en la vida de Al
Capone, para poder transmutarse en personaje aterradoramente funesto. Para ello
es indispensable nacer como Joseph Fouché, con alma de traidor, cargada de
vileza, miserable intrigante, puro reptil y deplorable inmoralista.
Estos
singulares sujetos se repiten como si se tratara de una maldición, saliéndole
extremadamente oneroso al país. Surgen en silencio con gran facilidad, como lo
hace el hongo que germina del excremento de la caballeriza, húmeda y
abandonada.
Con
ellos crecen y se multiplican con mayor velocidad, los alcahuetes de ocasión;
vagos sin escrúpulos, que pernoctan por doquier para hacer coro a sus
deleznables acciones contra el país.
Desde
el Congreso Nacional, Poder Ejecutivo y Judicial nos ha tocado padecer a esos
señores y señoras, donde son potencialmente más letales. Desde ahí hemos
observado perplejos e indignados, como humillan a la nación.
En
estas difíciles circunstancias, sin ningún temor, debemos blandir como “arma de
reglamento” la ética y la moral, aunque algunos nos consideren dinosaurios o
desfasados empedernidos.
Escoja
usted entre el idealismo de Albert Einstein, a propósito de Walter Rathenau,
asesinado por ultraderechistas en la Alemania de Weimar; o el
esgrimido por el pensador marxista italiano Antonio Gramsci.
Einstein:
"Ser idealista cuando se vive en Babia no tiene ningún mérito. Lo tiene,
en cambio, y mucho, seguir siéndolo cuando se ha conocido el hedor de este
mundo".
Gramsci:
El hombre sabe que no vive en el país de las maravillas, sino en uno
"grande y terrible", que conoce el hedor de este mundo dividido, de
las desigualdades, y que lucha por cambiarlo a pesar del pesimismo de la
inteligencia.
2/Febrero/2013.