Por ANULFO MATEO PÉREZ
La encuesta Gallup arroja, que el 82% de los entrevistados entiende
que el país es corrupto, información conocida desde hace mucho tiempo,
hasta por los chinos de Bonao.
Lo mismo sucede con los partidos políticos, la Justicia, la Policía,
el Congreso y la Dirección de Persecución de la Corrupción
Administrativa, consideradas como las más corruptas.
Un país sin una adecuada legislación ni cumplimiento de las normas
que rigen los conflictos de intereses, socava sus frágiles
instituciones.
Esos son los efectos corrosivos de la corrupción. El mal ha tomado
tanto cuerpo que la mentada “democracia representativa” ha devenido en
cleptocracia.
Por eso es que en una sola gestión gubernamental, los funcionarios
terminan tan ricos que se ven obligados a disponer de sus fortunas a
través de fundaciones.
Los gobiernos tienen beneficios que repartir y costos que imponer al
pueblo; elaboran programas de inversión, controlan una gran parte del
PIB y regulan los sectores privados.
Los funcionarios no se limitan a sustraer dinero del erario; se
extiende al chantaje contra compañías nacionales y extranjeras o sus
beneficios ilegales son productos del soborno.
Usan testaferros para negocios ilegales, prevarican; es una
manifestación de abuso de autoridad y, pese a que está sancionada por el
Derecho Penal, nada sucede.
La impunidad permite que con el dinero del pueblo se alimenten
campañas electorales y se compren voluntades para llegar al poder o
mantenerse en él, lo que afecta la legitimidad de sus protagonistas.
En un país con independencia de poderes y verdadera justicia, la
dimisión, destitución y prisión, serían parte del colofón de esa
conducta. Esta media isla está muy lejos de esa realidad.
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