Desde el ámbito de la salud
mental, las emergencias y los desastres naturales implican una perturbación
psicosocial que sobrepasa la capacidad de manejo o abordaje de la población, en
lo individual, familiar y social de las víctimas, provocando ansiedad, miedo,
tristeza, insomnio, frustración, malhumor o pánico.
El cuadro clínico se
acompaña de cambios en el funcionamiento físico, como palpitaciones, tensión
muscular, temblores, sensación de “vacío en el estómago”, opresión precordial,
entre otras molestias somáticas.
Estas reacciones podrían
ser transitorias o mucho más permanentes, que actúan como mecanismos de defensa
que alertan y preparan para enfrentarse a situaciones traumáticas, que podrían
lograr estabilidad.
Prepara a los afectados
para la tolerancia a la frustración y la esperanza de superación de
dificultades, pero si no logran capacidad para la adaptación, entonces generan
crisis, rompiendo el equilibrio.
Esto puede suceder en
catástrofes extremas, que vulneran las defensas de manera brusca, como el
reciente terremoto en México o el desplome de las torres gemelas en Nueva York,
el 11 de septiembre de 2001.
En estos casos aparecen
reacciones físicas y psicológicas que ya no son protectoras, sino que conducen
a ciertas alteraciones emocionales de gravedad y en algunos casos a verdaderas
enfermedades mentales.
Se presenta una conmoción
mayor en eventos inesperados, los provocados por el hombre, los que implican
situación de estrés muy prolongado, que ponen en riesgo la vida, así como los
de afectación colectiva.
Por todo ello, es que la Dirección General
de Salud Mental, el SNS y Ministerio de Salud deben intervenir con urgencia en
las poblaciones afectadas por el impacto de los efectos de los más recientes
huracanes.
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