Mudo era
un rey muy afortunado, que gobernaba en el país de una media isla, situado en
el mismo trayecto del sol. Tenía todo lo que un rey podía desear. Vivía en un
hermoso palacio, rodeado de cortesanos, de grandes jardines y bellísimas rosas;
era poseedor de inmensas riquezas, pero no podía articular palabras.
Cuando
se comunicaba lo hacía mediante el lenguaje de señas. Pese a sus riquezas, Mudo
pensaba que la mayor felicidad le era dada por unos billetes verdes, que
guardaba en una tinaja debajo de su alcoba.
Se
levantaba en las mañanas contando billetes verdes… se reía… se reía, y luego
los tiraba hacia arriba para que les cayeran encima en forma de lluvia. A veces
se cubría con ellos, riendo tan feliz como un niño.
Cierto
día, el dios de la construcción, Marcelo, pasaba por su reino y uno de sus
acompañantes, de nombre Joao, se quedó retrasado, cansado, y decide dormir un
rato en los jardines del palacio.
Allí lo
encuentra el rey Mudo, quién lo reconoce al instante y lo invita a pasar unos
días junto a sus cortesanos. Luego lo lleva al dios Marcelo y este muy
agradecido por la gentileza le ofrece un único deseo.
-“Me
has dado tal placer al haber cuidado de mi amigo, que por eso quiero concederte
un deseo”. Mudo respondió con señas, frotando el dedo índice con el pulgar, que
multiplicara sus billetes verdes.
Su
majestad comenzó a construir carreteras, acueductos, hidroeléctricas y plantas
a carbón en su reino, por supuesto con la ayuda del dios Marcelo, y todo lo que
tocaba se convertía en billetes verdes.
Un día,
el dios Marcelo dejó de serlo, pues advertido en su reino de que era un
impostor fue llevado al calabozo, y el dios conciencia castigó al rey Mudo,
despertó y tiñó a su pueblo del mismo color de los billetes.
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