El
castigo a los culpables de corrupción, en un país donde la “institucionalidad”
de 31 años de dictadura unipersonal pasó al libertinaje de la clase gobernante,
es casi imposible sin un cambio político que establezca un nuevo orden,
resultado de una real y efectiva separación de los poderes del Estado.
Los
que saquean a su antojo los recursos públicos, están conscientes de que son
parte de un sistema político pervertido y que de ser enjuiciados irán a
tribunales cuyos jueces medran en el lodazal del cohecho.
Están
confiados de su descargo, porque se trata de una justicia hecha como traje a su
medida; que lo demás se resuelve ganando la guerra mediática, lo que sería muy
fácil al controlar cierta prensa corporativa.
Con
recursos drenados del erario se han hecho dueños de medios impresos y
electrónicos, que sumados a la otra les ayudan para apuntalar no sólo la
absolución en los tribunales, sino en la opinión pública nacional.
Por
su poder económico, estructurado en pocos años, han logrado también el
monopolio de los partidos tradicionales del sistema y del Congreso Nacional,
para que una sola fuerza política modele la opinión.
Aseguran
que con ello controlarán la voluntad política de las mayorías, convirtiendo a
los disidentes en un “polvillo individual e inorgánico”, logrando así la
hegemonía entre el “consenso” y la fuerza.
Por
esa dura y cruda realidad es que se torna imperioso un cambio político, donde
otros actores guíen las nuevas instituciones, las cuales deben responder a la
voluntad e intereses del pueblo dominicano.
Nos
hallamos en la antesala de trascendentes cambios y debemos dar paso a una nueva
alborada, conscientes de algunos riesgos, porque, como decía Antonio Gramsci,
“en ese claroscuro surgen los monstruos”.
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