Por
ANULFO MATEO PÉREZ
Cesáreo
Mayía, hombre respetado por amigos y allegados, era consultado con frecuencia
cuando algún coterráneo necesitaba de sus sabios consejos para resolver alguna
situación apremiante, dada la buena fama de que siempre acertaba en sus
recomendaciones con el agradecido beneplácito de todos.
Al
crecer su prestigio de hombre juicioso, a su paso por las calles de la
hospitalaria ciudad los caballeros respondían a su saludo tocando el sombrero
con la mano derecha y reverente inclinación de sus cabezas.
Un
martes, el lugareño con más poder económico e influencia social le ofreció a
Cesáreo un buen empleo a cambio de algún dinero, para que le dedicara la mayor
parte del tiempo a su sabia y discreta consejería.
Sin
embargo, más que recibir consejos o asesoría en sus decisiones corporativas o
personales, a Desiderio Mendieta le interesaba tenerlo a su lado por el respeto
ganado en buena lid durante largos años.
Ante
una contingencia imprevista que se había presentado, don Desiderio solicitó al
nuevo empleado dedicar sus esfuerzos en la dirección de una de sus empresas,
que estaba quebrada por pésima administración.
Al
poco tiempo, el establecimiento comenzó a marchar por mejor camino, lo que
ansiosos esperaban don Desiderio, empleados y clientes, sin embargo, Cesáreo no
había calculado los riesgos del nuevo trabajo.
Resulta,
que una fiera mascota que don Desiderio consentía en su despacho, cruzaba en
ocasiones a dormitar en el traspatio de la empresa, que el nuevo administrador
dirigía con destreza y mucha confianza.
Un
día, el tigre saltó por una ventana, atacó a Cesáreo por un costado, clavó sus
colmillos en el cuello, apoyó su cuerpo contra su víctima y giró para dañar la
yugular y columna vertebral, con la velocidad del rayo.
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