Por
ANULFO MATEO PÉREZ
Desde
Platón hasta Hannah Arendt, se ha valorado la necesidad que han tenido los políticos
para mentir como componente esencial de su actividad, lo que debe diferenciarse
de la pseudología fantástica, conocida también como mitomanía o mentira
patológica, analizada en el campo de la psiquiatría.
El
suizo Anton Delbrück describió esta enfermedad en 1891 y precisó que se
inscribía dentro de la conducta compulsiva, desprovista de un planeamiento para
obtener algún beneficio particular para el sujeto.
A
diferencia de la mendacidad, que busca alguna ventaja personal, en la
pseudología fantástica se pueden hallar evidencias de alteraciones del Sistema
Nervioso Central, hasta en un 40 por ciento de los casos.
Me
refiero a personas con padecimientos orgánicos cerebrales, por ejemplo, como en
el caso de la Epilepsia, comprobados en estudios electroencefalográficos,
antecedentes de traumatismos craneales o infección.
En
esta complejidad de criterios y hallazgos, debemos medir la gravedad de la
mentira en la intención que la motiva y el efecto destructivo que esta pueda
provocar en el entorno social receptor del mensaje.
Platón
consideraba que el uso indiscriminado de historias ambiguas, conducían sin
ambages al debilitamiento sostenido del tejido social y a la inacción de la gente,
antes que a la legítima defensa de la sociedad.
Más
cercana aún es la precisión del apóstol cubano José Martí al respecto: "Ni
con lisonja, ni con la mentira, ni con el alboroto se ayuda verdaderamente a
una obra justa”, aplicable a la actividad política.
Por la recurrencia con que
ciertos politiqueros mienten para alcanzar el poder y mantenerse en él, han
destruido la
confianza y la fe en el porvenir de pueblos enteros, sin dudas merecedores de
mejor suerte.
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