Por ANULFO MATEO PÉREZ
Ya los funcionarios del Estado no guardan ni
siquiera las apariencias en la galopante acumulación de riquezas provenientes
del cohecho, prevaricación o del robo al erario, todo ello posible por la impunidad
establecida, que como ariete derriban la moral pública, el presente y futuro de
la nación.
Quedó en el
pasado, que la movilidad social y económica sea el resultado del esfuerzo
personal honesto, usando una y mil formas de corrupción para ese ascenso, que
en nuestra realidad es de unos pocos.
Hoy, los políticos
que controlan al Estado y dicen representarnos, no usan los puentes
institucionales democráticos deseados, sino túneles y accesos invisibles para
acumular fortuna personal y familiar.
Su práctica
está marcada por una enorme opacidad en la vida institucional, devaluando la
política, así como el Congreso, la
Justicia, el Ejecutivo, los partidos, organizaciones
empresarias, los sindicatos...
El fenómeno
de la corrupción no se limita a lo moral e ilícito, sino que provoca en las
grandes mayorías, desposeídas de toda suerte, mayor pobreza, así como el
descenso social y económico de la clase media.
Por lo
expuesto, la sociedad se ha ido impregnando de una “cultura de la sospecha”, al
observar “el progreso” acelerado de los políticos y nuevos empresarios, que a
todas luces “e’ pa’ lante que van”.
Pese a la
condena moral y ética de la corrupción, sus beneficiarios han logrado crear en
una franja de la sociedad un ambiguo sentimiento de repulsión, no exento de
cierta admiración por sus ostensibles resultados.
Así, se
condena la transgresión a la honestidad y se crea la “conciencia” que la asocia
con la suerte individual; impulsando a muchos a correr hacia el ingreso a los
círculos donde se la practica y a otros a Odebrecht.
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