Por
ANULFO MATEO PÉREZ
La
mentira ha sido usada siempre en la política por los que actúan sin ética ni
moral, en el frenesí de alcanzar el poder o mantenerse en él usando cualquier
medio, cobrando mayor significación cuando se abusa de ella revestido de la
impunidad que otorga el Estado y los consabidos poderes fácticos.
Desde
Platón, hasta Popper, pasando por Maquiavelo, la mentira expresada desde el
Estado ha sido una lastimosa constante, como ocurrió con Luis XVII que al huir argumentó
haber sido raptado por sus enemigos.
Cuando
2,500 personas se “graduaban” como alfabetizadas en el plan Quisqueya Aprende
Contigo, tratándose en realidad de un engaño, el alcalde Roberto Salcedo quizás
recreaba una comedia-sátira de Molière.
O
mas bien puso en las tablas una farsa, que sin proponérselo el personaje
central, denunció una realidad oculta, que esta vez no movió a la risa de los
espectadores, sino por el contrario conmovió la vergüenza.
La
farsa devino en tragedia y ante la vasta audiencia cayó estrepitosamente el
personaje más importante de la escena, que intentando sorprendernos usó el
irresistible y grotesco recurso de la mendacidad.
Así
las cosas, porque en el teatro de la política la mentira sigue siendo para los
demagogos una herramienta más que necesaria, imprescindible y justificable, sobre
todo si son hombres o mujeres de Estado.
Y
la obra se repite en otros ámbitos, con otros personajes habilidosos, que se
desmienten a sí mismos cuando en su retórica reniegan de la palabra empeñada, movidos
por su febril afán de mantenerse en el poder.
Los
politiqueros a través del Estado planifican la estupidez y mantienen en la
ignorancia a millones de pobres, para que esas personas que “no entienden de
nada” elijan a “los que tienen que gobernar”.
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